domingo, 23 de agosto de 2009

iNuestros hijos, nuestros profesores!

El Otro día un amigo se quejaba: “Tengo tres hijos, dos son estudiosos, el tercero, a pesar de mis esfuerzos, no quiere saber de estudiar y sólo me causa enojos”. Y llevando la mano a la cabeza decía: “¡Creé los tres del mismo modo, no sé lo que sucedió!”
Pregunté a él: “¿Usted creó a los tres de la misma forma? – él respondió:” Creé.”
Entonces yo le dije: “Fue ahí que usted erró; no podemos crear personas diferentes de la misma manera”.
Si observáramos a los hijos de un mismo padre, constataremos en cada uno, una diversidad muy grande de dones, de capacidad, de comprensión. Cada cual es cada cual, afirma un gran amigo.
Cada hijo presenta en su comportamiento, actitudes y reacciones de acuerdo con su evolución. Queda claro que el cuerpo proviene del cuerpo, pero el espíritu proviene de Dios. Se sabe allá cuántas vidas hay.
No podemos tratar igualmente a seres tan distintos, a cada uno debemos dispensar tratamiento, de conformidad con su grado de comprensión.
Principalmente en la adolescencia queda claro que el surgimiento de un ser, que muchas veces los mismos padres desconocen. Llegan a afirmar: “¿A dónde aprendió él esas cosas si yo nunca le enseñé?”
A medida que crecen, los niños florecen y gradualmente demuestran su capacidad de pensar y actuar.
Su voluntad propia, su discernimiento.
Normalmente los adultos no respetan la individualidad de los niños y de los jóvenes.
Viene de ahí la sorpresa, por veces desagradable.
No respetamos a los jóvenes, tanto cuanto no fuimos respetados un día.
Deseamos imponerles la mejor profesión.
Deseamos imponerles la religión.
Deseamos imponerles nuestra visión de mundo.
O sea, no creemos que nuestros hijos razonen.
Cuántas lesiones promovemos en la educación de aquellos que decimos amar.
Decir no es importante.
Nuestros hijos no son bibelot de los cuáles podemos disponer al antojo.
Precisamos respetarlos, precisamos oírlos.
Necesitamos oír más y hablar menos, pues no sabemos todo.
El tiempo está pasando, el mundo transformándose, está en la hora de que miremos a nuestros hijos con el respeto que ellos nos merecen.
Está en la hora de que eduquemos a nuestros hijos diferentemente, para que seamos justos.
Tratar con igualdad, criaturas tan desiguales, es cometer una injusticia.
Padres e hijos, todos son aprendices.
No existe nada más importante en la vida de cualquier persona que la familia.
La familia gana cada vez más, la connotación de escuela bendita, donde Dios nos matriculó para que aprendamos a amar.
Imponer nuestra voluntad a nuestros hijos es violentarles la conciencia.
Nuestros hijos, nuestros mejores amigos, nuestros profesores.

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